Amores que fluyen

Utamaro Amantes 02

Kitawaga Utamaro (c. 1753-1806)

Amantes, 1788

Museo Británico de Londres

 

Volvemos con fuerza al mundo de la pintura japonesa y de nuevo lo hacemos con uno de sus pesos pesados: Kitawaga Utamaro.

Junto con Hiroshige y Hokusai se trata de uno de los autores más famosos del llamado ukiyo-e japonés y por lo tanto uno de los más reconocidos fuera de sus fronteras.

Nos encontramos con un autor tremendamente prolífico que desarrolló gran parte de su arte en Edo, nombre que recibía la actual Tokio, y que fue la sede poder del shogunato Tokugawa entre los años 1603 y 1868.

Se formó académicamente hasta 1782 en el taller del afamado maestro Toryama Sekien (1712-1788), y a partir de ese momento abandonó su antiguo nombre de Kitagawa Toyoaki para usar el de Utamaro. Este hecho coincidió con el momento en que conoció al editor Tsutaya Juzaburu, personaje que cambiaría por completo su vida dotándole de sustento económico, amistad y seguridad.

La obra de Utamaro es un compendio de escenas por la que circula todo tipo de composiciones y temas; aunque ha pasado a la posteridad por sus series de mujeres en actitudes diversas: madres con niños paseando por un jardín, aseándose, pintándose, juegos infantiles, geishas, figuras en pareja… De hecho este tipo de escenas reciben un nombre concreto, bijin-ga o “imágenes de mujeres bonitas”, en las que también destacaron autores como Suzuki Haranobu, Kitao Masanobu o Torii Kiyonaga (de este último Utamaro tomó su feminidad elegante y delicada, así como el fuerte matiz erótico que jalona su obra pictórica).

Bajo la tutela y dirección de su editor, Utamaro dominó el arte en la ciudad de Edo en un momento especial en la vida política y cultural de la capital. Tuvo que sufrir en sus propias carnes la opresión y el férreo control llevado a cabo por el Shogun o bakufu Tokugawa Ienari (1773-1841) que promovió las famosas reformas Kansei, ideadas por su ministro Matsudaira Sadanobu, en las que el gobierno pretendía controlar la vida cultural y los valores morales de sus habitantes.

Como era de esperar, Utamaro intentó zafarse de ese estrecho control por lo que fue encarcelado en 1804, justo dos años antes de morir. Aunque no está del todo documentado se cree que tuvo que sufrir un arresto domiciliario durante 50 días. Al parecer, el hecho que motivó su persecución fue la realización de un tríptico con motivos históricos en los que se creyó ver una crítica satírica sobre la disipada vida en la corte de los shogunes de la ciudad de Edo. En este tríptico, titulado Hideyoshi y sus cinco concubinas, se representaba a la esposa del caudillo militar Toyotomi Hideyoshi y sus concubinas, lo que se consideró una ofensa al estamento del poder.

La imagen que hoy analizamos pertenece a ese momento crucial en la vida de nuestro autor. Este cuadro forma parte de ese tipo de pinturas denominadas ukiyo-e o “estampas del mundo que fluye” que tuvieron un éxito extraordinario en aquel momento y que incluso en la lejana Europa tuvieron un filón de seguidores (sin ir más lejos, los impresionistas y postimpresionistas vieron en estas obras un referente estético a sus aspiraciones pictóricas).

Este cuadro de los Amantes forma parte de la serie “Poemas de almohada” o Utakura, englobado en el género pictórico conocido como pinturas shunga. Se trata de una serie de 12 imágenes, de contenido erótico o sensual, en las que aparecen alusiones poéticas en forma de textos muy cortos.

Para visualizar el poema inmerso en este cuadro debemos fijarnos en el abanico o tessen que porta el hombre, quizá un samurai adinerado, en el que aparecen los siguientes versos: “Preso su pico / entre las valvas de la almeja / No levanta vuelo la agachadiza / esta tarde de otoño”. Este tipo de poemas se denominaban kyoka (“poemas locos”, eran de corte cómico, irónico o satírico) y fueron muy habituales durante el período Edo. En este caso son autoría de un amigo de Utamaro llamado Yadoya Meshimori, seudónimo de Ishikawa Masamochi, que también contaba con la protección de la influyente editorial de Tsutaya Juzaburo. En dicha composición se parodia una pieza del famoso monje y poeta del siglo XII llamado Saigyo Hoshi.

La imagen representa una escena de interior, en la que dos amantes se besan dulcemente en la habitación privada de una casa de té (un lugar habitual de este tipo de encuentros en aquella época, y muy frecuentes en el barrio de Yoshiwara). El árbol que vemos al fondo, junto con el junco de la izquierda, posiblemente nos hacen situar el encuentro en un piso superior de la casa y bien entrada la tarde.

El dibujo de Utamaro, dulce y sinuoso, hace que la pareja entrelazada domine la escena central, provocando un fuerte contraste entre el minimalismo de algunas zonas del cuadro y el detallismo extremo de otras, como por ejemplo el pelo de la mujer o sus kimonos ricamente decorados.

De manera premeditada los rostros de los amantes se nos ocultan, tan solo podemos ver sutilmente el ojo derecho de él, que a medio abrir parece mirar a su amante tiernamente. Utamaro ha sabido captar ese mágico momento en el que los amantes parecen no querer separarse, en cierto modo todo está pensando para manifestarlo así frente al espectador (el autor nos convierte en auténticos voyeurs). Las manos de la mujer acarician dulcemente la barbilla del hombre y él la atrae hacia sí por el hombro, dando fuerza a una escena de fuerte contenido sexual.

Otro elemento clarificador de la obra de Utamaro, al igual que la de otros pintores del llamado ukiyo-e, es el uso limitado de los colores. Su paleta es muy escasa, quizá motivada por las  fuertes limitaciones morales de este período, y la tipología de este tipo de xilografías, en los que predomina el uso del blanco en contraste con otros como el rojo, negro o gris. Como era habitual en este autor, los contornos están finamente realizados con un trazo curvilíneo, que contrasta con las rotundas líneas horizontales que aparecen al fondo formando la ventana. No debemos olvidar la extremada dificultad que entrañaban este tipo de dibujos a tinta, en los que no se permiten errores y además deben ser trazadas de una sola vez. Sus gestos son precisos ya que se excluía de la composición cualquier tipo de disolución pictórica en la pincelada.

La obra de Utamaro nos lleva de la mano por el dramatismo de sus líneas. Son direcciones que discurren juntas o enfrentadas, arrancan desde muy lejos y convergen hasta estremecerse. El laberinto de pliegues y motivos atraen la mirada del espectador hacia el dominio erótico de los ropajes, que envuelven los cuerpos y permiten olvidar la exhibición de sus delicadas prendas, frente a la sensualidad de su desnudez apenas esbozada.

Toda la escena está insinuada y se muestra ambigua, pero al mismo tiempo nada de lo que aparece es confuso. Los cuerpos son rotundos pero parecen diluirse bajo los pliegues de sus kimonos, dejando un delicado poso en nuestra mirada que hace que veamos esta imagen desde la emoción y la empatía, tal vez desde nuestro propio deseo.

 

 

 

 

Sólo vivimos para el instante en que admiramos el esplendor del claro de luna, la nieve, la flor del cerezo y las hojas multicolores del arte. Gozamos del día excitados por el vino sin que nos desilusione la pobreza mirándonos fijamente a los ojos. Nos dejamos llevar –como una calabaza arrastrada por la corriente del río- sin perder el ánimo ni por un instante. Esto es lo que se llama el mundo que fluye, el mundo pasajero

Ashi Ryoi

 

¿Amores prohibidos?

Vermeer Mujer Leyendo Carta

 

VERMEER DE DELFT

Mujer leyendo una carta junto a la ventana abierta

(hacía 1657)

Gemäldegalerie Alte Meister (Dresde)

 

Vermeer pintó este cuadro presumiblemente cuando tan solo tenía unos 25 años. Aunque con esa edad nuestro autor ya estaba plenamente formado, son pocas las obras que conservamos anteriores a esa fecha. Deberíamos por tanto enfrentarnos a una obra de juventud, cargada de imprecisiones, con un estilo aún definir, pleno de influencias de sus coetáneos… Pero nada de eso ocurre aquí.

Hoy no nos detendremos en hablar de la pericia del artista, de su magnífico juego de luces, de su maestría a la hora de enfrentarse a la composición de interiores o la claridad expositiva de su pincelada. Hoy haremos un breve análisis de su iconografía.

Ni que decir tiene que hablar del significado último de una obra de arte es un ejercicio supremo de abstracción, dado que no podemos llevar nuestra mente del siglo XXI a la plenitud de una Holanda del siglo XVII. Por tanto nada de lo que opinemos puede estar totalmente demostrado, nada de lo que fabulemos está del todo documentado y por supuesto lo que vamos a esbozar de este cuadro puede (o no) estar muy alejado del verdadero interés del maestro de Delft. Aún así creemos necesario divagar sobre ello.

Vamos con la parte formal, aunque sea brevemente. El cuadro representa una joven mujer, que está leyendo una carta junto a un gran ventanal. Está ensimismada, absorta, totalmente ausente de nuestra presencia. Porta en sus manos una misiva, de la que no sabemos nada, que inclina con dulzura para que la luz inunde sus letras. El cuadro se complementa con esos signos de identidad tan presentes en la pintura holandesa, tales como un cuenco de fruta sobre una tela o alfombra desmadejada y enmarañada, un velamen que jalona verticalmente la parte derecha del cuadro, una pared de fondo neutro que recorta la figura (sabemos por estudios recientes que en el plan inicial del autor estaba el de poner un cuadro con una figura de Cupido señalando a la mujer), una silla abandonada en el rincón, la armadura de plomo de una ventana con cristales tintados…

Todo ello forma un conjunto excelso y a la vez complejo, veraz y al mismo tiempo onírico en el que parece que estemos asistiendo a la realidad y a lo imaginado al mismo tiempo. A la figura palpable de la mujer se le enfrenta la forma diluida de su cara que aparece en el cristal. De hecho, si miramos con detenimiento el cuadro, podremos apreciar que la figura reflejada en los cristales no se puede corresponder con la realidad. Ese reflejo no es verídico pero ¿de verdad importa? Una vez más Vermeer nos envuelve en su mundo silencioso gracias  a este tipo de juegos sutiles.

La ventana está totalmente abierta por lo que el sentido metafórico parece muy claro: el anhelo de gozar de la libertad. ¿Tal vez una mujer casada encerrada en su recinto hogareño? ¿una joven insatisfecha harta de vivir en su cárcel de oro? Sabemos que la sociedad de los Países Bajos en estas fechas era tremendamente convencional respecto al papel social de la mujer. La esposa se debía únicamente a su familia por lo que le estaban vedadas las actividades fuera del hogar. Obviamente mantener una correspondencia con alguien del exterior no era algo decorosamente bien visto.

Ahora bien, este tipo de iconografía no fue algo exclusivo de la obra de Vermeer. Ya aparece en la obra de autores como Dirck Hals, Pieter de Hooch, Gerri Dou, Gabriel Metsu, Gerard ter Borch, Nicolaes Maes, Frans van Mieris o el mismísimo Bartolomé Esteban Murillo en la Sevilla de esa misma época.

Otro elemento que nos ayuda en nuestro análisis es la sempiterna referencia a las frutas que aparecen en el cuadro. Existe encima de la mesa una voluptuosa bandeja de la que afloran melocotones y manzanas que recuerdan el pecado de Eva en el Paraiso ¿Qué significado pueden tener aquí esas formas? Parece claro que son una referencia directa a la infidelidad de la mujer, que unida al secretismo de la lectura de la carta junto a la ventana abierta, nos ayudan a matizar el significado último del cuadro. En otras obras del autor la mujer que lee la carta aparece embarazada, aunque sin frutas cerca, por lo que podríamos pensar que aquí Vermeer está siendo más sutil, ya que esa carta podría suponer el principio de esa relación extramarital y carnal.

Una vez que hemos llegado a este hilo conductor intentaremos ver más elementos que corroboren nuestra visión iconográfica. El pesado velamen que cae como una cascada a la derecha del cuadro puede ser otro elemento de peso; nos gusta pensar que este tupido velo separara lo cotidiano y aburrido de lo excitante y prohibido. Como si nuestra protagonista estuviera escondiéndose para leer la carta de su amante, oculta a todos los ojos menos a los nuestros.

La cara de nuestra mujer enamorada puede ser otro referente a tener en cuenta. Su posición indica concentración pero al mismo tiempo entrega; apoya su carta sobre su abdomen y no a la altura de su pecho como en otros cuadros de Vermeer, por lo que el valor carnal nos parece más palpable y manifiesto. Leer estas letras le produce un ligero sonrojo a nuestra joven y hasta nos parece adivinar su agitada respiración a través de las difusas pinceladas.

Pero vayamos un paso más sobre la temática del cuadro. Una carta de amor no solo tiene un carácter anecdótico como puede parecer a simple vista. Las litterae amatoriae eran todo un conflicto jurídico ya que podían indicar tanto un compromiso de matrimonio como un adulterio. En este prolífico siglo XVII, la creciente formación de la mujer burguesa le permitía plasmar sus sentimientos en papel lo que se utilizó para culpabilizarlas a través de este tipo de documentos escritos. Incluso el prestigioso jurista Petro Müllero llegó a publicar en 1679 un ensayo titulado: Dissertatio Juridica de litteris amatoriis quam praeside sobre el tema. La enorme cantidad de pinturas que tematizan sobre las relaciones extramatrimoniales demuestran que el control de la autoridades, eclesiásticas y civiles, debía ser harto dificultoso.

Quizá lo que más nos llama la atención de las obras de Vermeer, en lo que a esta temática se refiere, sea que él no representa historias. En sus cuadros no tenemos una narración sino un solo instante, que elimina por completo las expectativas de temporalidad: ¿ha sucedido? ¿sucederá? La mayoría de los autores suelen representar el movimiento de las cosas o de las acciones, pero presuponen un observador parado, quieto, al que no proporcionan temporalidad alguna. Vermeer supone un mirón fugaz, temporal, y, así, si se quiere, más real, pues en el mundo empírico nosotros somos esos mirones.

 

“En el arte no hay misterio. Haz las cosas que puedas ver, ellas te mostrarán las que no puedes ver”

(Isak Dinesen)

¿Una obra sin más?

Berckheyde Iglesia de San Bavón 01

Job Adriaensz Berckheyde. Interior de la Iglesia de San Bavón de Haarlem (1686). Frans Halsmuseum de Haarlem (Países Bajos)

A veces uno se topa en una sala de exposición con un cuadro como este. No es la obra de un autor mediático, no muestra un tema rompedor o complejo, no demuestra una excesiva técnica pictórica pero sin embargo ilumina al resto de obras que le rodean hasta convertirlo en algo único y valioso. Este el caso de este interior de Berckheyde.

¿Pero quién fue el tal Berckheyde? Job Adriaensz Berckheyde (1630-1693, no confundir con su hermano menor Gerrit) fue un pintor vinculado a la llamada Escuela de Haarlem. No tuvo una alta cuna de artistas como antecesores, su padre fue un humilde carnicero y sus primeras enseñanzas como aprendiz las recibió de un modesto pintor llamado Jacob Willemsz de Wet (ca 1610-1674). Pasó a formar parte del prestigioso gremio de pintores de su ciudad natal el 10 de marzo de 1654 y lo más destacable de su existencia fue un inspirador viaje realizado por Alemania, junto con su hermano antes mencionado, donde conoció ciudades de gran empaque cultural como Colonia, Bonn, Heildeberg o Mannheim. No conoció la pintura italiana, no despuntó por su influencia florentina o veneciana, no mantuvo lazos comerciales con marchantes de arte de las otras grandes ciudades holandesas como les sucedió a otros pintores contemporáneos y sus cuadros hoy en día no cuelgan de famosas pinacotecas.

¿Por qué debemos fijarnos entonces en esta obra “menor”? Quizá no exista una sola razón, sino varias y muchas de ellas cargadas de peso. Vamos a tratar de analizar algunas de ellas.

Berckheyde vivió las consecuencias del llamado Beeldenstorm o “tormenta de imágenes” que asoló las iglesias y monasterios holandeses en 1566, en la que se decretó una total iconoclasia por parte de los calvinistas. Este hecho vació completamente los edificios religiosos de imágenes, retablos, estucos, frescos, vitriales e incluso bancos labrados. El pintor lo refleja fielmente en su lienzo: el templo es para Dios y lo blanco debe redimir toda la obra del hombre. Ese carácter inmaculado nos muestra una luminosidad irreal, etérea, una arquitectura despojada donde no existen intermediarios y donde la austeridad es una afirmación de peso. Es muy difícil llegar a lograr ese efecto y creemos que aquí el pintor lo expresa con total plenitud.

La luminosidad de los cuadros de estos de estos artistas holandeses nunca nos deja indiferentes. No son haces de luz incisivos o drásticos como los de Caravaggio, tampoco son paños sedosos que amarillean las figuras como Rembrandt, no muestran solo reflejos sino un amplío espectro de números, proporciones y simetrías que manifiestan su alma platónica en cada sombra, en cada línea de luz. Es una obra plagada de figuras, la nave central se llena de vida, todo parece dinámico y vivaz menos la luz de la mañana de esta ciudad holandesa.

Otro elemento que no puede pasar desapercibido es el fantástico trabajo compositivo realizado por parte del autor. Es nuestro ojo racionalista el que observa desde la penumbra, somos seres ontológicos por naturaleza y el autor lo sabe. Todo en la obra parece pensado para que luego encaje en nuestra mente: detalles meticulosos, sombras milimétricamente enlazadas, efectos lumínicos en cada cristal… Berckheyde nos muestra lo real aún sabiendas de que es algo ilusiorio.

¿Realmente el cuadro representa la visión que podría tener un espectador del siglo XVII desde la nave central de San Bavón? En un principio puede parecer que si lo es, pero nuestra visión frente al cuadro se abre como si formáramos parte de un gran angular fotográfico. En esta época eran muy habituales los artilugios ópticos utilizados por los pintores. Nuestro humilde artista de Haarlem conocía el distanziometro, lo ha utilizado en otros cuadros, pero aquí lo hace con dulzura increíble casi sin coaccionar al espectador. No le prima de su dosis de realidad aunque la matice con su pincel. Los antiguos hablaban de la anamorfosis que no es otra cosa que la necesidad de frotarnos los ojos para saber si lo que vemos es cierto o no: “la tentación de lo extraño”.

Los Países Bajos de mediados del XVII son un gran centro del conocimiento, sus universidades poseen ricos volúmenes sobre cualquier tipo de saber. No parece descabellado pensar que Berckheyde conocía los trabajos sobre perspectiva del holandés Frans van Schooten (1615-1660), que bien pudo aplicar en cuadros como el que tenemos delante. El saber matemático de los holandeses en esta época está fuera de toda duda, es curioso como incluso su idioma reniega de la raíz griega (matemática) para utilizar el término neerlandés wiskunde o “arte exacto” o “arte infalible”.

El interior de la catedral de San Bavón, hoy conocida como Grote Kerk, no es una iglesia cualquiera. Pocos templos han sido tan representados como este, incluso parece tan ligada al arte que en su naves reposan los cuerpos de auténticos pesos pesados del Siglo de Oro holandés como Frans Hals, Maarten van Heemskerck, los hermanos Jacob y Salomon van Ruysdael o el otro gran maestro de la pintura de interior, Pieter Jansz Saenredam. Lo cierto es que este templo ha cambiado muy poco en los últimos años, a pesar del Beeldenstorm, ya que incluso se han utilizado las obras pictóricas de este momento para reconstruir el interior y colocar correctamente los rouwborden o “escudos de luto”. El cuadro de Berckheyde incluso muestra la vidriera, ya perdida desde que se colocó el famosísimo órgano de Christiaan Muller, en su lado occidental. De hecho, si no fuera por esta obra no sabríamos que en desde 1595 estaba representada allí una escena del Asedio de Damiate, en el que se narraba un famoso episodio de la Quinta Cruzada en la que los caballeros de Haarlem controlaron la ciudad egipcia de Damietta o Damiate en 1219.

Quizá esta pequeña obra nos ayude a valorar aún más lo que fue el siglo XVII en Holanda, no solo para la pintura, sino para el conocimiento en general.

“todo lo cual de pronto se evapora y no está

su inteligente trino

por un ininteligible pensar…”

Wallace Stevens

Llega la primavera

Hokusai Iris

Katsushika Hokusai. Iris.Yoko-oban. Nishiki-e. Editor Nishimuraya Yohachi. Hacia el 1832 (Tempo 3)

La misión del Arte no es copiar la naturaleza sino expresarla” Balzac.

Desde luego la obra de Katsushika Hokusai es muy conocida para el aficionado europeo. Son muchas las imágenes que nos han llegado de este autor japonés que se movió entre dos siglos sumamente importantes para la historia de su nación: la segunda mitad del siglo XVIII y la primera del XIX. Es decir, es un hijo directo del pasado más imperial y como tal se manifiesta en gran parte de su profusa obra pictórica, mucha de ella bajo innumerables identidades (llegó a usar unas 20 diferentes). Solo a partir de 1797 adoptó el nombre artístico de Hokusai con el que ha pasado a la historia del arte.

Su trabajo supuso todo un referente para las vanguardias de nuestro continente, los impresionistas y postimpresionistas vieron en su obra, y en la de sus contemporáneos como Hiroshige, Utamaro, Moronobu o Sharaku, el espejo en el que mirarse. El reflejo fiel de lo que ellos buscaban: captar la inmediatez, plasmar con colores y elementos inanimados aquello que a ellos se les escapaba… Y por supuesto, dar un protagonismo propio a la naturaleza.

Hokusai fue un pintor perseguido por la tragedia a lo largo de toda su vida. Contrajo matrimonio varias veces y se quedó viudo otras tantas, vivió la muerte de su adorado hijo mayor e incluso fue atendido en sus años postreros por su hija y alumna preferida, que renunció a su vida y a su brillante futuro por ello.

Su trabajo fue inmenso y cuentan sus contemporáneos que tuvo el pincel en sus manos hasta el final de sus días, de hecho era conocido por sus amigos como “Gakyo-rojin” (el anciano obsesionado por la pintura). Sus obras abarcan casi todos los géneros de la pintura nipona: ukiyo-e (bajo la formación del afamado maestro Shunsho), delicadas tarjetas de celebración, surimono, ilustraciones en libros de poemas y novelas (yomihon), pinturas al uso, murales expositivos, libros de bocetos y grabados e incluso los muy demandados por la alta élite social libros eróticos.

Hoy en día, tras su azarosa vida en la que habitó hasta en 93 viviendas diferentes, los investigadores calculan su obra entorno a las 30.000 estampas junto con la ilustración de alrededor de unos 500 libros.

Pero si hay algo que define a Hokusai, es que logró dotar de autonomía las pinturas sobre flores y paisajes, dándoles una naturalidad hasta entonces desconocida con el uso del contraste cromático y logrando un realismo extremo.

Este grabado titulado Iris forma parte de una serie denominada Nishiki-e (unas innovadoras xilografías hechas en color) que fueron editadas por el famoso Nishimuraya Yohachi en un formato de gran tamaño (o yoko-oban, de más de 40 cm x 27 cm). Este tipo de composiciones suponían un elemento intercambiador entre las distintas capas de la sociedad, al tiempo que servían de presentación entre artistas y clientes, por lo que suponían una fantástica oportunidad de experimentar con nuevas técnicas y métodos pictóricos.

Hokusai refleja aquí un conjunto de iris. Se trata de una flor que la cultura japonesa utiliza mucho para las fiestas que celebran la llegada de la primavera, dado que se manifiesta en múltiples colores y es tremendamente profusa. Pero aquí no aparece en forma de guirnaldas o arreglos florales (ikebanas), sino en su forma más silvestre, mecida por el suave viento primaveral convirtiendo una instantánea de la naturaleza en una obra de arte que solo el ojo humano puede valorar en su justa medida. Lograr captar esta inmediatez no creo que sea el objetivo último que buscaba el autor. Me gusta creer que el pintor sentía algo parecido a lo que expresó Juan Ramón Jiménez con su poema “El viaje definitivo

“Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;

y se quedará mi huerto con su verde árbol,

y con su pozo blanco.

Todas las tardes el cielo será azul y plácido,

y tocarán, como esta tarde están tocando,

las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron;

y el pueblo se hará nuevo cada año,

y en el rincón de aquel mi huerto florido y encalado,

mi espíritu errará, nostálgico.

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol

verde, sin pozo blanco,

sin cielo azul y plácido…

Y se quedarán los pájaros cantando”

Y así seguirán aunque sean otros ojos quienes las vean, casi doscientas primaveras más tarde de cuando fueron creadas por este maestro japonés.

El gran Vermeer

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Vermeer de Delft. Soldado y muchacha sonriente (De soldaat en het lachende meisje). Colección Frick. Nueva York.

Iniciamos nuestra serie con este gran tesoro de la pintura barroca holandesa. Nada más y nada menos que una de las pocas obras atribuidas al gran Vermeer.

El presente cuadro, fechado en 1658, engloba todas y cada una de las características que han mitificado a este autor: su temática, el interiorismo costumbrista, la afamada luz de los autores holandeses en su Siglo de Oro, el mobiliario que parece casual pero que se convierte en una auténtica tesis iconográfica e incluso la más que posible utilización de la “cámara oscura” para crear esta escena. Vamos a analizar brevemente algunos de estos apartados.

Para entender este cuadro necesitamos prestar atención al mapa, que de una forma falsamente casual, decora la pared del fondo. Se trata de un elemento cartográfico totalmente documentado, ya que se atribuye a Balthasar Florisz van Berckenrode  aunque publicado más adelante por el afamado cartógrafo y editor Willem Janszoon Blaeu en 1621, en el que aparece una leyenda latina que circunscribe lo representado a la zona exacta de la Frisia occidental (una de las doce provincias que forman los Países Bajos). De igual modo, y teniendo como referencia dicho mapa, podemos situar la escena durante la guerra anglo-holandesa de mediados de siglo (1652-1654) en la que los holandeses pugnaban por la creación de un mare liberum, ante la negativa de los ingleses que no veían con buenos ojos este primitivo liberalismo marítimo.

¿Por qué incluye  precisamente en esta escena galante un mapa de estas características? La posesión de un mapa era un signo de riqueza en esta época y de todos es sabido el buen gusto humanístico de Vermeer, que sin pretenderlo se convierte en el paradigma del cambio histórico-científico de la época. El pintor rompe con las tesis contrarias a la experimentación y que ponían en tela de juicio los preceptos del Orden divino. La curiositas que se muestra con este mapa es la exaltación de la modernidad, es la manifestación palpable de lo contrario al pensamiento católico reflejado en la obra de autores como Sebastian Brant (1457/58-1521) que declaraban herético e ilícito investigar la Tierra y sus dimensiones. Vermeer no solo incluye este mapa como signo de contemporaneidad sino que lo que entronca con las reclamaciones legítimas de los Países Bajos, y por tanto también de Frisia, de libre acceso a la riqueza de los mares: comercio, pesca… puestas en tela de juicio por la poderosa Inglaterra de Cromwell y sus oscuros intereses.

Otro elemento que llama la atención del presente cuadro, y que se convierte en un tema recurrente en su escogida y escasa obra pictórica, es la temática galante. Vermeer se aleja de las escenas de taberna de otros autores holandeses y nos plantea un juego de seducción más refinado. Un soldado que se nos muestra de espaldas, de un tamaño más grande de lo normal, que algunos autores han atribuido al uso de la “cámara oscura”, logra hacer sonreír abiertamente a una bella joven que no deja de mirarle a los ojos con una confianza y un relajo verdaderamente significativos. Este juego de atracción y tentación, que inunda la escena en este espacio tan minúsculo, va más allá de la seducción provocada por el vino que parece beber la joven; es la conversación animada la que acerca a la pareja, es la confianza entre ambos quien la que anticipa los placeres del amor… Incluso los juegos de luces y sombras que jalonan el cuadro parecen llevarnos a un ondulante simbolismo psicológico, en el que la luz blanquecina parece purificar la imagen de la mujer frente al tenebrismo y oscuridad que modelan la figura del hombre. Franqueza y virginidad frente al interés y la ocultación. ¿Tal vez una constatación velada de la oposición entre los Países Bajos e Inglaterra? ¿quizá la pulsión entre lo moderno y lo arcaico? Nunca lo sabremos.

Vermeer se ha convertido en un mito por este tipo de detalles, la discreción y apacibilidad que provocan sus cuadros, quizá sean el reflejo de un comportamiento cultural que se rebela contra las normas y los convencionalismos sociales. Vermeer es cercano pero a la vez demasiado elevado, es un pintor que todos consideramos nuestro pero al que ninguno logra aprehender con verdadera seguridad.

Como bien dijo Carlos Pujol sobre su obra:

sin más luz

que la de esta pintura en que me escondo